El visionado de una película de Hayao Miyazaki es uno de los actos más purificantes a los que se puede enfrentar un espectador de cine. Al salir, uno siempre se pregunta qué hemos hecho mal, qué camino equivocado hemos tomado para que toda nuestra cultura y nuestra educación estén basados en el miedo, la adopción de roles agresivos y conductas en las que sólo la certeza de la aplicación de un castigo será capaz de corregir un comportamiento erróneo.
Mi vecino Totoro se puede considerar la primera película del sabio Miyazaki. Cronológicamente no lo es, Miyazaki ya llevaba más de veinte años trabajando en la animación y tres años desde que lo hacía desde su propia compañia, el Studio Ghibli. Pero fue con Totoro cuando el maestro no sólo encontró la veta de lo que iba a ser la temática de toda su filmografía posterior, sino que su éxito comercial le ayudó a saldar todas las deudas económicas contraídas para poder poner el estudio en marcha. Totoro le dió el fondo económico y la libertad creativa. Quizá por eso no sea casualidad que su efigie acompañe al logotipo de su compañia al comienzo de cada film.
También es probable que esta cinta sea la más autobiográfica de cuántas ha hecho. En ella, dos hermanas cuya madre está en el hospital se enfrentan al traslado a una casa semiderruida en el campo con su padre, un joven profesor universitario. Allí se integrarán con el entorno natural que les rodea, llegando a conocer sus más profundos secretos gracias a la inocencia y respeto por lo ajeno que les ha sido inculcado. Ambas serán privilegiadas con la visión de Totoro y sus acompañantes, una suerte de duendes de la naturaleza que serán fundamentales para que ambas superen sus carencias emocionales y la ausencia materna.
Miyazaki tuvo a su madre enferma de tuberculosis durante su infancia, lo que le obligó a pasar largas temporadas lejos de ella. Los nombres de las niñas (en el proyecto inicial la protagonista era una sola niña, pero Miyazaki cambió de opinión) son Satsuki y Mei, referencias al nombre del mes de mayo en japonés, la primavera, el tiempo del renacer. La palabra Totoro no es otra cosa que la deficiente pronunciación infantil de un niña de cuatro años del original tororu o tororo, equivalente japonés de los trolls u ogros del bosque de las leyendas del norte de Europa.
Son muchas las ideas expuestas en las películas de este insólito animador japonés. Pero sin duda la que vertebra toda su obra es percibir la naturaleza no como un regalo que ha sido dado a la humanidad para que la utilice y, por tanto, la explote y cuide paternalmente de ella, si no como un entorno poderoso al que estamos indefectiblemente integrados y al que pertenecemos de un modo que toda nuestra inteligencia, tecnificación y soberbia aún no ha logrado explicar.
Miyazaki convierte a Walt Disney en un reaccionario, un tipo extraño que proclama desde sus cintas unos roles conservadores acerca de la masculinidad y la feminidad, una jerarquía familiar y social rayana en lo despótico y una concepción de la naturaleza como espejo de lo humano donde los animales asumen características según la interpretación física que hacemos de su aspecto (búhos sabios, serpientes traicioneras, ardillas simpáticas)... un auténtico disparate.
En 2005 la nave espacial Discovery partió hacia su misión con un tripulante japonés a bordo. Como corresponde, tuvo que elegir una canción para que sonara durante ese viaje espacial. El astronauta eligió Sanpo, una de las canciones de la BSO de Totoro cantada por los alumnos de la clase donde estudia su hijo. Dicen que durante unos segundos, los telescopios de la NASA pudieron ver orbitar un gatobús alrededor de la esfera terrestre.
Lo mejor:
- Saber que Miyazaki sigue en activo a sus noventa y pico de años.